Deambulo por la noche a través de un paisaje urbano desolado. En esta parte del centro se siente el olvido en los vidrios rotos de los edificios vacíos. En este baile oscuro y frio se vive la cotidianidad de habitar lo que en un momento fue abandonado.
Voy por ahí, pensando en las veces que al igual que el centro me se ha sentido oscura y despojada. En mi maraña de pensamientos de repente llega una alerta olfativa que intuye un espacio que huele a plantas, huele a vida. Antes de encontrar el lugar exacto, el olor me guía y es cuando mis ojos se encuentran con un montón de camiones descargando toneladas de hierbas, gente con bultos al hombro y en carretillas. Al oído se asoma el sonido recurrente de las voces agitadas diciendo: “permiso que voy cargado, permiso”. Hay personas con termos, ruanas, café y aromáticas, rostros tostados por el frío, humo que sale de las bocas, cigarrillos prendidos. Entre la convulsión del descargue, los pies logran entrar a la plaza Samper Mendoza. Son las diez.
En la piel se siente la humedad del lugar, de las plantas y en general de la noche, pero de la noche ahí. Mi cuerpo entra en una sintonía distinta, mientras la memoria busca sus referentes para asimilar el entorno.
La energía de la plaza es muy particular, casi sagrada y misteriosa, dulce y melancólica. Al recorrerla sus olores son cada vez más y más intensos. Huele a romero, eucalipto, manzanilla, palosanto, albahaca y ruda. Un momento. Con cada paso, todo es distinto, tonos amargos y dulces, desconocidos y familiares. En general la plaza huele a campo en medio de la localidad de los Mártires. No solo huele, sino que se vive la experiencia de la ruralidad.
La mayoría de los vendedores vienen de distintos corregimientos, veredas y municipios a comercializar, lo que cultivan en sus fincas, los días lunes y jueves. Entonces la plaza se convierte en la experiencia de sentir aquel que viene de afuera, aquel que aún cultiva y que cree en el poder de la tierra para curar.
Los conocimientos tradicionales de las plantas alimenticias, aromáticas y mágico religiosas que mantienen los campesinos en esta zona son el resultado de la mezcla de usos y saberes que se dieron durante la colonia entre las mujeres indígenas y españolas en el altiplano cundiboyacense. Las mujeres españolas trajeron consigo diversas plantas aromáticas para el cuidado del cuerpo y prevención de malos olores y las indígenas los saberes curativos, de carácter mágico religioso para blindar el cuerpo y los espacios de los malos espíritus y energías.
Esta simbiosis que ha venido desapareciendo por el uso de la medicina occidental, aún perdura en nuestras sabedoras tradicionales, no sólo por la ineficiencia de nuestro sistema de salud, sino porque hace parte vital de una identidad cultural que se estructura bajo una ontología o cosmovisión relacional, es decir, donde no hay una separación clara entre el individuo y la tierra, entre la vida y la muerte, porque se establece en un sentido de inter-existencia. El mundo es mucho más diverso y alberga distintas posibilidades y temporalidades.
En el sentido vivo del inter-existir, se estructura también una religiosidad campesina ligada al catolicismo, la cual es absolutamente compleja. En ella conviven los saberes que se asocian a lo pagano junto con lo sagrado. Una muestra de esto es la estructura de la plaza misma. Todos los corredores conducen a un espacio amplio en el que hay un altar de la virgen del Carmen, patrona de las plazas de mercado, desde el cual se estructura toda la organización de los puestos de venta de hierbas.
El hecho de que la plaza Samper Mendoza sea nocturna, subvierte las lógicas tradicionales en las que habitamos los espacios comerciales. La plaza opera de esta forma porque el frío de la noche y la oscuridad ayudan a mantener la longevidad de las plantas. Esto permite darle un sacudón a la monotonía e invita a cuidarse desde actos sencillos como un baño con plantas o la ingestión de una toma para limpiarse. También abre espacio a cuestionarnos sobre la prelación de ciertos conocimientos. ¿Por qué lo que se asocia con las plantas y su poder es desvirtuado? ¿Por qué estamos tan desconectados de los elementos más básicos de supervivencia y de cuidado?
En este lugar la percepción del tiempo es distinta. Con el paso de las horas, las actividades en la plaza se vuelven cada vez más diversas y tranquilas. Hay vendedores que se disponen a tomar siestas en pequeñas colchonetas o ahí mismo entre las plantas. Otros que juegan a las cartas. No hay afán, todos esperan con tranquilidad el amanecer. La noche se ameniza con el sonido de los radios con corridos prohibidos, salsita, boleros y merengue. Prevalece un estado de obstinación que se opone al sueño, en general un ambiente desvelado en el que se construye un pequeño mundo bajo otras reglas. Es un paréntesis, un espacio material que se compone de otras cosas.
Para algunos vendedores la comercialización de hierbas no es necesariamente un buen negocio, a veces se gana y a veces solo se logra pagar el transporte; sin embargo, venir a vender plantas es más que un acto comercial, hace parte fundamental del existir. Muchos han vivido el recorrido de sus campos hasta Bogotá desde que eran niños porque acompañaban a sus padres a vender al pie de la carrilera del tren. La venta de hierbas es una forma de reivindicar las tradiciones familiares y la plaza, un espacio de encuentro para verse con amigos que también llegan al mismo lugar desde hace mas de 15 años.
En la larga noche hay tiempo para tomar agua de panela con aguardiente y comer las famosas arepas de queso de la plaza. Se puede expresar la palabra de forma lenta, hay tiempo para conversarlo todo. Con la alerta de la madrugada, el frío ya establecido en los huesos y la mente un poco más clara, los pies salen de la plaza Samper Mendoza. En el camino de vuelta a casa me queda una idea muy clara: la plaza es un acto de resistencia de los saberes campesinos que se niegan a desaparecer.
Fotografías por Paloma Duplat https://www.palomaduplat.com/